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La piedra estaba corrida

  • Foto del escritor: peregrinandoamc
    peregrinandoamc
  • 23 abr 2023
  • 7 Min. de lectura

"Juan, 20

1. El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. 2. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». 3. Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. 4. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. 5. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. 6. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo 7. y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. 8. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él vio y creyó. 9. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos. 10. Los discípulos regresaron entonces a su casa. 11. María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro 12. y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. 13. Ellos le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?». María respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». 14. Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. 15. Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». 16. Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir, «¡Maestro!». 17. Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: "Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes"». 18. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras".



Ni bien tocaron, la puerta se abrió y las dos mujeres entraron en la casa como a hurtadillas. La habitación en penumbras apenas les permitió distinguir la presencia de los hombres a quienes acompañaban. Estaban ya tan acostumbradas a moverse con sigilo por las calles, que no hacían ni ruido al caminar. Era más perceptible, en cambio, su agitada respiración mezclada con los sollozos que no podían acallar desde la mañana, cuando salieron para ver qué había pasado con Jesús. Era tarde y estaban extenuadas. María Magdalena y María de Cleofás venían de ver dónde Nicodemo y José habían puesto el cuerpo de Jesús. Como ya era sábado tenían que esperar hasta la mañana del domingo para poder ir a ungirlo. José había logrado que Pilato les diera permiso para enterrar a Jesús y había cedido una tumba que no había sido usada, para que su Maestro pudiera descansar en paz. María Magdalena y la otra María se quedaron con ellos hasta que la tumba quedó sellada con una piedra gigantesca.


Las horas del sábado no pasaban más. Las mujeres estaban ansiosas por realizar los ritos con los que despedirían a su Maestro. Los discípulos no parecían ser ellos mismos, algunos sentían miedo; otros, culpa; otros, tristeza absoluta. No lograban descifrar los acontecimientos de los últimos días. ¿Cómo hacerse a la idea de no verlo más? ¿Qué sentido tenía todo esto que les tocaba vivir si no habían podido cambiar nada? Sentían cómo la frustración daba origen a la rabia y a la impotencia. Encima, encerrados como delincuentes para no correr la misma suerte del maestro.


Al atardecer las mujeres prepararon lo que necesitaban para ungir el cuerpo. Dispusieron los óleos y perfumes que usarían. María Magdalena no podía sacarse de la cabeza la piedra gigante. ¿Cómo harían ellas para correrla? Con esa preocupación se fueron a dormir.


No había clareado todavía cuando María Magdalena y María, la madre de Santiago, salieron de la casa otra vez en puntas de pie rumbo al sepulcro, querían evitar que los demás se despertaran y se lo impidieran por temor a los romanos. Mientras caminaban, trataron de buscar formas de lidiar con la piedra. No podían esperar más para cumplir con el último gesto de cariño con su Jesús. Las dos sentían un amor tan profundo por él que no podían dejarlo así como lo habían enterrado. Mientras se acercaban al lugar trataron de recordar anécdotas compartidas con él para aliviar el dolor de su corazón. Sin embargo, lo que más recordaban era la mirada tierna y afectuosa de su Jesús, esa que te calaba hondo y con la que era capaz de cambiarte el corazón. María Magdalena recordó la primera vez que lo miró a los ojos y su corazón latiendo fuerte; las primeras palabras que le dijo, su trato gentil y afectuoso. Su tía, María de Cleofás, lo recordó como el niño curioso y pensativo que jugaba con sus hijos en el patio de la casa de Nazaret. Le había costado mucho pensar en él como el Mesías, no porque no le creyera sino porque era como un hijo más para ella, recordaba sus abrazos y sus bromas, lo veía corriendo y jugueteando con sus primos por los pastizales hasta que los llamaban a comer.


Pronto llegaron a la tumba y para su sorpresa, vieron la piedra corrida hacia un lado. Maria Magdalena, no podía creerlo, la frustración se le hizo carne, ¡tampoco podría ungirlo! Sin entrar, volvió corriendo a la casa a contarles a Pedro y a Juan que se habían llevado a Jesús. Los hombres también salieron corriendo para comprobarlo. Juan al ser el más joven, llegó primero pero no entró. Pedro lo alcanzó después, no perdió un segundo, entró y se quedó largamente mirando el interior de la cueva. Estaba vacío, las vendas tiradas en el suelo, el sudario enrollado sobre un costado. ¿Si se lo habían robado, quien había enrollado tan prolijamente la tela que cubría su rostro? Se quedó inmóvil, pensando mil posibilidades. Juan entró finalmente y vio lo mismo que Pedro, pero a diferencia de él, cayó de rodillas emocionado hasta las lágrimas. ¿Sería esto lo que Jesús les había contado tantas veces? ¿Sería esto entonces resucitar? Pedro lo miró con ternura, pensando que siempre su corazón joven le permitía ver lo maravilloso de manera particular y aceptarlo con todo su ser. Pedro, en cambio, endurecido por la vida y quizás por su trabajo, necesitaba explicaciones, necesitaba entender cabalmente cómo eran las cosas. Todavía no comprendían lo que Jesús les había dicho tantas veces que según la Escritura “él debía resucitar de entre los muertos”. Volvieron a la casa con mil sensaciones dándoles vuelta por todo el cuerpo.


María Magdalena entre tanto se había quedado fuera de la tumba llorando, estaba desconsolada. Quería verlo por última vez, estar en su presencia, sentir su cercanía. Habían pasado dos días y todavía no entendía nada. ¿Qué haría con todo lo vivido, con tanto amor recibido, tanto cuidado? En ese poco tiempo a su lado pudo sentirse llena del amor de Dios, plena al servir al Maestro, siendo mujer no tenía muchas chances de nada entre su gente, y sin embargo su Jesús compartía con ella la tarea de anunciar el Reino de Dios, ella era una más de sus discípulos. Entonces, ¿qué podía hacer con todo eso que sentía en lo profundo de su corazón? Se quedó unos minutos más sollozando apoyada en la piedra. Recién cuando se fueron Pedro y Juan, se asomó a la tumba. Sentados en el lugar donde habían puesto a Jesús había dos ángeles vestidos de blanco que le preguntaron por qué lloraba. Entre asustada y sorprendida, les contestó que lloraba porque se habían llevado a Jesús. Terminó de decirlo, y se dio vuelta, detrás de ella parado casi en la puerta del sepulcro estaba Jesús mirándola. Ella no lo reconoció, sus ojos seguían ciegos por el dolor y la tristeza.

  • ¿Por qué lloras mujer? - Le preguntó con cariño. - ¿A quién buscas? –

Ella confundiéndolo con un cuidador del lugar, le contestó:

  • Si lo has llevado a algún lado, puedo ir a buscarlo- ¡Por favor, dime dónde está! –

  • ¡María! -la llamó Jesús con su habitual tono cariñoso.

Al escuchar su voz, María Magdalena, sintió volver ella también a la vida. Lo reconoció de inmediato y todo lo que salió de su boca fue “Maestro”, todavía con la garganta cerrada por el llanto. Amagó a abrazarlo, pero Jesús le pidió que no lo hiciera porque tenía que ir al Padre todavía y le pidió que fuera a contarles a los discípulos que subía a encontrarse con su Padre, con el Padre de todos. Después, Jesús desapareció y ella salió del lugar apurada para cumplir con su misión.


El corazón le latía con tanta fuerza que parecía que explotaría. Intentó aclarar las ideas, calmarse un poco, pero le resultó imposible. ¿Cómo podía ser que no lo reconociera a primera vista, ella que tanto lo amaba y que conocía cada uno de sus gestos, cada rincón de su rostro? ¿Quizás no lo conocía tanto como creía? Por un momento, se entristeció de su corazón humano, de su poco entendimiento, sintió que no merecía su amor… Se sacudió los pensamientos y sensaciones horribles, ahora tenía que enfocarse en él, en llevar su mensaje a sus amigos. ¿Le creerían? ¿La tomarían por loca? En ese momento, se puso a rezarle al Padre para acallar sus miedos y, de pronto, sintió que cada una de las palabras que Jesús había pronunciado tomaba otro color, otra dimensión. Ella creía profundamente en él con todo su corazón desde su primer encuentro cuando la salvó de sí misma y de sus demonios, simplemente la desbordó por completo verlo ahí parado, tan tangible como cualquier otro ser, tan humano y divino a la vez, con una apariencia distinta, gloriosa… La maravilló lo inexplicable, pero también lo irrefutable del poder de su Dios. Acababa de estar en presencia de su Maestro, del mismo Dios hecho hombre, ese Dios que había vencido a la muerte para salvarnos y regalarnos la vida eterna, de un Dios que no se olvida de sus hijos. Sonriendo, comenzó a llorar nuevamente.




1 Comment


moglialuciaclelia
Apr 24, 2023

Hola cuanto nos cuesta comprender estos misterios de amor y misericordia de la Santisima Trinidad.

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