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¿DÓNDE ESTÁN LOS QUE TE ACUSAN?

  • Foto del escritor: peregrinandoamc
    peregrinandoamc
  • 22 jun 2022
  • 3 Min. de lectura

Juan 8, 1-11

"Jesús fue al monte de los Olivos. 2. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. 3. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, 4. dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?». 6. Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. 7. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». 8. E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. 9. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, 10. e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?». 11. Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante»."



El golpe de la puerta contra la pared al abrirse nos despertó. Oímos pasos corriendo, de pronto la habitación se llenó de hombres y mujeres del pueblo. Dedos acusadores, gritos y maltratos. Ya no pude reaccionar. Me tomaron del brazo y me sacaron de la casa. Me arrastraron por las calles polvorientas bajo la mirada de muchos. Los dedos acusadores se multiplicaban. Los gritos con insultos también. La vergüenza no me dejaba respirar, sentía que me ahogaba. Cada vez sentía más el dolor en mis brazos torturados y en mi corazón.


¿Quién podía entender una vida tan vacía de amor? Los miraba con la angustia de sentir que eran mis últimos momentos. No había querido lastimar a mi marido. Pero era consciente de que había manchado su nombre y el mío. ¿Dónde iría ahora si seguía viva? No sabía que sería peor, si la muerte física o la muerte en vida de la soledad y el repudio. Menos amor todavía. Me sentía menos que el polvo de las sandalias de todos los que me arrastraban.


De pronto, el griterío cesó, nos detuvimos. Llegamos al Templo. Los ancianos y sacerdotes me hicieron pasar entre la gente y me arrojaron delante de Él. Comenzaron a acusarme de adúltera y a preguntarle si debían matarme. Nunca me lo había cruzado, tampoco era parte de sus seguidores. Nunca me había detenido a escucharlo. Nadie me había llevado a verlo en las afueras de la ciudad. Era un hombre alto, bastante fuerte, de pelo castaño y llevaba una túnica tejida y un manto. Era tan pobre como nosotros. ¿Cómo era posible que se mantuviera tan calmo? Después de que le gritaran y le preguntaran casi en tono tan acusador como el que habían usado conmigo, bajó su mirada al suelo, comenzó a dibujar con un palito en la tierra. Yo también tenía la mirada baja. Me sentía tan humillada. Comencé a mirar las manos de los que me rodeaban, se veían entre sus dedos las piedras listas para ser arrojadas. Empecé a temblar. Me sentí perdida.


De pronto lo escuché decir: “El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. Silencio absoluto. Levanté la mirada, y todos parecían confundidos. Nadie fue capaz. Se fueron yendo uno a uno, entre furiosos y consternados. Y entonces, Jesús me habló: “¿Mujer dónde están los que te acusan?”


Sentí su dulce mirada penetrante tocando profundamente mi alma. El tono de su voz increíblemente aterciopelado y tranquilo me caló hondo. Me dijo que me fuera porque Él tampoco me acusaba, que no pecara más. Esas palabras se grabaron en mi mente, en mi corazón. ¿Cómo que me perdonaba? Pero ¿quién era Él?!! Me levanté y me fui caminando despacio sin saber adónde iba. ¿Me perdonaba? ¿Qué significaba eso? ¿Me perdonaba la vida? ¿El pecado? Estaba sola. Sus palabras se repetían infinitamente en mi mente. ¿Entonces era verdad? ¿Era el Mesías, el hijo de Dios vivo?


Un rato después llegué a casa. No me hallaba. Ya no pertenecía a esas paredes. Tomé un poco de ropa y salí decidida a seguirlo. Nadie me extrañaría allí y yo quería más: quería su paz, quería el amor que predicaba, quería todo lo que nunca había vivido hasta ese momento. Me crucé con una de las mujeres que lo seguían, me reconoció enseguida. Ella había presenciado todo el escándalo en el Templo. Le imploré que me llevara con Él. Ella entendió todo. Me abrazó y me condujo con el grupo de sus seguidores. Discípulos se llamaban. Personas que habían elegido el amor y la entrega, personas que habían encontrado el camino, la verdad y la vida.

Ya no fui la misma. Ahora podía ser yo, estaba feliz.



Ma. Andrea Fisicaro

Extraído de “Y la Palabra se hizo cuento”




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