EL AULA COMO CULTURA DE PENSAMIENTO ¿UNA RESPUESTA POSIBLE AL GATOPARDISMO ESCOLAR?
- peregrinandoamc
- 28 oct 2021
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Actualizado: 22 jun 2022
Por María Mercedes Civarolo
El presente artículo parte de una pregunta realizada a educadores argentinos sobre el mandato de la escuela en el siglo XXI. Destaca que los resultados educativos se traducen en conocimiento frágil y pensamiento pobre lo que da cuenta de la necesidad imperante de cambios que adopten como meta el “enseñar a pensar” como objetivo educativo central. Denuncia una actitud gatopardista de la escuela que se traduce en cambios superficiales a nivel del discurso pero que no se transparentan en la práctica e invita a construir la idea de “buena enseñanza” partiendo del supuesto de que el aprendizaje es consecuencia del pensamiento.
¿El mandato de la escuela es enseñar a pensar?
En el marco de una investigación que realizamos años atrás, preguntamos a los educadores cuál es el mandato de la escuela en el siglo XXI. Los educadores en su mayoría no dudaron en responder que, dado el mundo en que vivimos, en donde los cambios constantes y exponenciales requieren de procesos permanentes de adaptación de los sujetos a la realidad, la escuela debería enseñar a pensar, pero sin abandonar su lugar histórico legitimado como transmisora de la cultura. Sumado a esta idea, los maestros encuestados reconocieron que en pocas oportunidades la escuela logra ese objetivo y, aunque consciente de la importancia del mismo, orienta sus energías a continuar transmitiendo los contenidos validados socialmente en el currículo prescrito.
La conjunción pero, utilizada en las respuestas de los educadores, es un indicador que abre a la reflexión porque da cuenta de una realidad estable, que no ha cambiado. La escuela sigue haciendo lo mismo que hizo siglos atrás aunque con algunos cambios superficiales de maquillaje, creando de esta manera una trampa ilusoria que engaña y confunde, al estar apoyada por un discurso progresista, aunque escindido de la práctica, sin acciones congruentes y transformadoras de la enseñanza en las aulas. La escuela dice cambiar, pero no lo hace… sigue siendo una gran boca que discursea, solapando supuestos reproductivistas de un modelo pedagógico heteroestructurante (Zubiría Samper, 2008).
Zubiría Samper (2006, p. 10) sostiene que “difícilmente en las últimas décadas se encuentra una institución social tan resistente a los cambios como la escuela. Difícilmente podríamos conocer una institución tan monolítica, tradicional y conservadora como ha sido la escuela durante siglos”. A su aseveración radical podría agregarse, que es la más gatopardista de todas las instituciones que existe, dado que es experta manteniendo un discurso simulador de cambio aunque sus resultados sean verdaderamente desilusionantes.
Di Lampedusa en el Gatopardo expresa que “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie…”. De esta manera designa gatopardista al reformista o revolucionario que modifica una parte o aspecto de las estructuras para conservar el todo sin que nada cambie realmente, y esto es fácilmente identificable en el ámbito educativo.
No obstante, es imposible desconocer que “…la práctica de enseñanza es como una gran telaraña, una malla compleja, resistente, y a la vez, flexible, frágil y delicada. Definida por una multiplicidad de dimensiones que operan en ella a manera de hilos que se entrecruzan y la precisan, dándole consistencia y conformando su estructura; por lo tanto, la afectan y atraviesan” (Civarolo, 2010, pp. 56-68). Pese a este rasgo de complejidad que le es inherente, el cambio siempre es posible.
Nadie duda que es necesario cambiar las prácticas, la pregunta que deviene en consecuencia es ¿cómo hacerlo? Al decir de Hardgreaves, (1994, p. 12) “Las reglas del mundo están cambiando. Es hora de que las reglas de la enseñanza y del trabajo de los docentes varíen con ellas”. El cambio es necesario porque es inevitable; “cambia, todo cambia…” dice la letra de una canción maravillosa, y conlleva, a partir de una actitud propositiva, el objetivo de mejorar.
La palabra cambio deviene del latín vicis, que significa giro, conversión, transformación. Es un hecho fáctico indiscutido, dado que las evidencias son suficientes, que la escuela y sus resultados dan cuenta de que por más ordenadores que incorporemos al aula, la innovación está ausente y los alumnos no aprenden como deberían. En palabras de Perkins (1997, p. 31), campanas de alarma resuenan escandalosamente, las tribulaciones y resultados de la educación se corporizan en el síndrome del conocimiento frágil y el pensamiento pobre.
Ante esta verdad ineludible, y desterrando con alguna duda la idea de que al igual que en la fábula del camaleón y la tortuga, la naturaleza de la escuela es no cambiar, me pregunto ¿por dónde pasa la verdadera esencia del cambio en la escuela? Volviendo a la respuesta que dieron los docentes encuestados, la esencia del cambio está en el anhelo manifestado por ellos mismos: generar prácticas de enseñanza que enseñen a pensar.
¿Es posible enseñar a pensar?
En una palabra, sí lo es. Nadie pone en tela de juicio que enseñar a pensar es un objetivo legítimo, tal vez la razón de ser de la escuela del siglo XXI. Resulta difícil imaginar un objetivo educativo más esencial que la enseñanza y el aprendizaje de cómo pensar con mayor eficacia de lo que normalmente lo hacemos, porque pensar es algo que se puede hacer bien o mal y supone que la manera de hacerlo puede aprenderse y perfeccionarse.
Resultados de investigaciones y experiencias educativas exitosas como la del Instituto Alberto Merani en Bogotá o de las escuelas de Reggio Emilia en Italia dan cuenta de pruebas fehacientes de este hecho, que existen ámbitos culturales que invitan a desplegar el pensamiento y la creatividad. Ejemplos exitosos de que es posible enseñar y optimizar la capacidad de pensar, que es una habilidad compleja o conjunto de habilidades que pueden aprenderse mediante un ejercicio mental vigoroso y frecuente y a través del cultivo de la concentración mental habitual (Nickerson, Perkins y Smith, 1990, pp. 64-65). Supone el dominio de estrategias y habilidades específicas para determinada clase de problemas. La práctica de pensamiento es un tipo de labor que requiere fortalecer las capacidades específicas que sirven para cada tarea. Sin embargo, los enfoques tradicionales de la educación se han desentendido de este tema y centrado sus esfuerzos en la enseñanza del contenido, prestando poca o ninguna atención a la enseñanza de las habilidades de pensamiento.
Sin lugar a dudas, embarcarse en esta empresa no es tarea sencilla. No basta con elaborar una lista de habilidades y entregarla a los maestros para que las enseñen y ejerciten con sus alumnos. Tampoco existe una única taxonomía de habilidades generales que podrían ser enseñadas en la escuela: formular hipótesis, extraer inferencias, enunciar explicaciones causales, generalizar, transferir, argumentar, son sólo algunas de una extensísima lista que, a manera de ejemplos, podemos citar.
Por otra parte, no basta con enseñar habilidades de pensamiento si no se garantizan otras condiciones indispensables. Tomando como ejemplo los deportes, es posible apreciar que la práctica de una actividad deportiva proporciona condicionamiento físico adecuado y permite al atleta gastar la energía con eficacia cuando se entrega a ella, lo que se manifiesta en los resultados alcanzados. En la actividad reflexiva sucede lo mismo. Sin embargo, tanto en una actividad como en la otra, el punto de partida requiere de buenas condiciones generales como de ciertas actitudes indispensables para el potencial desarrollo de esa capacidad y estar inmerso en un ambiente o ecosistema que, a manera de incubadora, posibilite el despliegue de esta habilidad, dado que portarla no me garantiza que vaya a usarla.
La enseñanza tiene que facilitar el acceso a instrumentos de la cultura: de conocimiento, que son aquellos con los que pienso, es decir, los conceptos y las proposiciones y las operaciones intelectuales que garantizan el procesamiento de la información pero desde una perspectiva que trascienda lo cognitivo, es decir, desde una perspectiva integral. El pensamiento es un conjunto de operaciones intelectuales y de instrumentos de conocimiento diferentes para cada uno de los ciclos del desarrollo humano (De Zubiría y De Zubiría, 1986), lo que hoy se conoce como enfoque por competencias. “Las competencias deben ser entendidas como aprendizajes integrales de carácter general y las cuales se expresan en multiplicidad de situaciones y contextos. Debido a ello transforman la estructura previa del sujeto y garantizan un aprendizaje (…) que puede adecuarse a las condiciones cambiantes del contexto” (De Zubiría Samper, 2012, p. 32).
¿Cómo construimos la buena enseñanza desde las habilidades de pensamiento?
Partiendo del supuesto de Perkins (2005, p. 17) de que “el aprendizaje es una consecuencia del pensamiento”, un proceso complejo que posibilita que cada sujeto resignifique la realidad a partir de una reconstrucción propia y singular (Pogré, P. 2004, p. 30). De esta manera, aprender deja de ser acumular el conocimiento para reconstruirlo, en consecuencia, la meta de la buena enseñanza es el conocimiento generador, es decir, aquel que no se acumula sino que actúa ayudando a comprender el mundo.
Hablar de buena enseñanza es pensar en alcanzar la comprensión, es enfocar el norte hacia esta meta, lo que es imprescindible, porque comprender es mucho más que aprender, es pensar y actuar flexiblemente en cualquier situación o circunstancia a partir de lo que uno sabe acerca de algo (Stone Wiske, M., 1999). Aprender para la comprensión implica comprometerse con la reflexión y con desempeños que la construyan y que impliquen poner en juego numerosas habilidades de pensamiento.
Para Fenstermacher (1989), la buena enseñanza se construye sobre la base de un doble atributo, su fuerza moral como epistemológica. “Preguntar qué es buena enseñanza en el sentido moral equivale a preguntar qué acciones docentes pueden justificarse basándose en principios morales y son capaces de provocar acciones de principio por parte de los estudiantes. Preguntar qué es buena enseñanza en el sentido epistemológico es preguntar si lo que se enseña es racionalmente justificable y, en última instancia, digno de que el estudiante lo conozca, lo crea o lo entienda…”.
Por ello, la enseñanza que se jacte de “buena” tiene que propender por ofrecer propuestas didácticas respetuosas de la diversidad, que nos lleve mas allá de lo que sabemos, por eso se torna indispensable poner al alcance de los estudiantes herramientas de pensamiento y múltiples puertas de entrada al conocimiento. Coincidiendo con Tomlinson (2005, p. 27) una buena educación es aquella que ayuda al alumno a maximizar su capacidad de aprendizaje y supone un empeño en elevar los objetivos y poner a prueba los límites personales.
Hablar de buena enseñanza es procurar un espacio o ámbito cultural en el que es posible apropiarse de un montón de herramientas para la reflexión, un escenario que abona el aprendizaje y el uso de habilidades de pensamiento crítico y creativo cotidianamente. Propicia actividades diversas que permitan a los estudiantes usar, aplicar o relacionar lo que comprenden en variadas situaciones y en las cuales se les retroalimenta permanentemente, se estimula el pensamiento junto a otros, y se valoran las preguntas mucho más que las respuestas. Se les invita a afrontar el riesgo de la resolución de problemas y la creación de productos tomando decisiones meditadas, en una comunidad de aprendizaje en la que todos, –docentes y alumnos– se esfuerzan por ser inquisitivos e imaginativos.
Desde el punto de vista didáctico la buena enseñanza requiere desterrar algunos presupuestos que aún gozan de inmunidad en las aulas y apropiarse de otros que son relevantes para favorecer el desarrollo del pensamiento:
-En primer lugar, no es posible enseñar a otro a pensar si creemos o dudamos que pueda hacerlo. Por ello es necesario revisar nuestra concepción antropológica de partida, porque no es lo mismo creer que el estudiante es un cántaro vacío que debe adquirir el conocimiento o que es un sujeto activo y reflexivo que construye su propia comprensión del mundo.
-Es imprescindible remover aquellas etiquetas que obturan las posibilidades del aprendiz, como por ejemplo, que es lento, tiene dificultades, que no puede aprender; porque siempre es posible descubrir una faceta prometedora si nos esforzamos en conocerlo y revelar sus cualidades positivas y capacidades destacadas; si cultivamos su autoestima resguardando que lo que no funciona estropee lo que funciona bien. Partimos del supuesto que si no se conoce a quién se enseña no se puede enseñar, por lo tanto, arbitrar estrategias y darnos tiempo para conocer a los estudiantes es una cuestión ética (Civarolo, 2010). Tomar prestada de Ausubel la máxima que da apertura a su libro y reformularla como un principio orientador para la buena enseñanza puede ayudarnos a dar el primer paso para el cambio: el factor más importante para la enseñanza en la diversidad consiste en arbitrar los medios para conocer a cada uno de nuestros estudiantes. Averígüese esto e “inténtese” respetuosamente enseñar en consecuencia.
-Ayudar a los estudiantes a conocerse, a autodescubrir su propio perfil cognitivo, intereses, capacidades destacadas y estilos de desempeño. A tomar conciencia de sus propias posibilidades y dificultades ante el aprendizaje. Si queremos formar sujetos autónomos que puedan pensar y actuar por sí solos es necesario aprender a monitorear los propios procesos de pensamiento, observándose, evaluándose y guiándose a sí mismo. La habilidad metacognitiva es un aspecto de la inteligencia que puede aprenderse pero rara vez la escuela ofrece oportunidades para que los alumnos la desarrollen.
- Desterrar de una vez y para siempre la idea de que todos los alumnos son iguales y aprenden de la misma manera y al mismo tiempo. Reemplazar la idea de la homogeneización por la de diferenciación, reconociendo el valor de “lo diferente” como un elemento enriquecedor que nos lleva a pensar que a la enseñanza “hay que confeccionarla a medida” (Tomlinson, 2005). Históricamente, la escuela ha brindado una enseñanza de “talle único”, generado de esta manera, discriminación y marginación académica (Civarolo, 2007, p. 21), al no dar oportunidades a “todos” de desarrollar sus potenciales y aprender significativamente. Las escuelas se han caracterizado, además, por matar la creatividad. Crecemos perdiendo la creatividad y la capacidad de interrogarnos e interrogar al mundo (Robinson, 2010).
Las experiencias de aprendizaje tienen que estar diseñadas a medida y ser desafiantes, elevar las expectativas, hacer que el alumno compita con sus posibilidades y no con un estándar, con el respaldo y la mediación permanente del educador. Para ello hace falta instalar el juego del pensamiento en el aula y ofrecer al estudiante una amplia caja de herramientas y en un ambiente fértil donde se respire una cultura de pensamiento porque, como afirma Perkins (1997, p. 43), “la gente aprende más cuando tiene una oportunidad razonable y una motivación para hacerlo”.

Es sin duda el educador, como profesional y mediador apasionado de la cultura quien tiene que “hacerse cargo del cambio” (Stoll, 1999, p. 32); es su preocupación por la mejora y el compromiso con sus estudiantes lo que lo constituyen en el artífice natural para provocar el paso de una actitud gatopardista de la escuela a una responsable y comprometida con los resultados. Esto, sin duda, puede representar un paso adelante para hacer renacer una cultura de provocación del pensamiento en las aulas. La empresa es compleja pero no imposible. Por ello, como educadores, compartimos con Piaget que “la angustiosa dificultad de la Pedagogía, como de la medicina y otras ramas del conocimiento que participan a la vez del arte y la ciencia es, de hecho, que los mejores métodos son también los más difíciles” (Citado por Tomlinson, 2005, p. 71).
Referencias
Ausubel, D. (1989). Psicología educativa. México: Trillas. Civarolo, M. M. (2007). Cuando la escuela dificulta el desarrollo de la inteligencia. En: Revista Internacional Magisterio, Nº 24, Bogotá, Dic-Enero.
Civarolo, M. (Coord). (2009). Las Inteligencias Múltiples. Detección de capacidades destacadas en los niños. Villa María: EDUVIM.
Civarolo, M. M. (2010). Aprender y enseñar: Proceso complejo - Difícil tarea. En: Revista Experiencias de escritura. Vol.1-Año 1. ENVM, Villa María: ISSN 1852-6454.
De Zubiría, M. & De Zubiría, J. 1(986). Fundamentos de pedagogía conceptual. Bogotá: Editorial Plaza y Janes.
De Zubiría Samper, J. (2006). Las competencias argumentativas. Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio.
De Zubiría Samper, J. (2008). Los modelos pedagógicos. Bogotá: Magisterio.
De Zubiría Samper, J. (20012). Las competencias desde la perspectiva del desarrollo humano. La mirada de la pedagogía dialogante. Bogotá: Instituto Alberto Merani.
Fenstermacher, G. (1989). La investigación de la enseñanza: enfoques, teorías y método, Barcelona: Paidós.
Nickerson, R., Perkins, D., Smith, E. (1990). Enseñar a pensar. Barcelona: Paidós.
Mec. Perkins, D. (1997). La escuela inteligente. Madrid: Gedisa.
Tishman, S., Perkins, D., Jay, E. (1994). Un aula para pensar. Buenos Aires: AIQUE.
Pogre, P. & Lombardi, G. (2004). Escuelas que enseñan a pensar. Buenos Aires: Papers Editores.
Raths, L. y otros. (1991). Como enseñar a pensar. Teoría y aplicación. Buenos Aires: Paidós.
Robinson, K. (2010). El elemento. Buenos Aires: Grijalbo. Stoll, L. (1999). School Culture: Black Hole or Fertile Garden for School Improvement? En: J. Prosser (ed.) Fineman, S. (2000a) (ed.)
Emotions in Organizations. London: Sage Publications Ltd.
Stone Wiske, M. (Comp.).(1999). La enseñanza para la comprensión. Buenos Aires: Paidós.
Tomlinson, A. (2005). Estrategias para trabajar con la diversidad en el aula. Buenos Aires: Paidós.
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